¿Sabes por que le dicen "El Knorr Suiza" al metro?

En tiempos en que no existía el término "políticamente incorrecto",  los chistes sobre las desgracias propias y ajenas circulaban igual o mejor que actualmente lo hacen los memes. Eran toda una red social de dispersión tan rápida como twitter.   Era increíble.   En el terremoto de 1985 los primeros chistes del temblor los escuché esa misma tarde.  Y de la  tragedia de San Juanico en 1984 se contaban chistes a las pocas horas: ¿No saben por que a los  niños de san Juanico no les van a celebrar la navidad?   


Eran chistes crueles. Así los  llamábamos: "chistes crueles". Algunos eran muy crueles, pero los contábamos de chavitos con la misma inocencia y gracia que algunas caricaturas de TV más recientes amputan y desuellan personajes vivos.   Que yo recuerde nadie se escandalizaba cuando en nuestros chistes intervenían los niños de Biafra, o cuando nos referíamos cariñosamente a las personas Down como "mongolitos". Y ya  mejor no sigo recordando, por que hasta pena me da. No existían los derechos humanos en nuestro lenguaje, y pocos sabían pronunciar la palabra discriminación -a mí me tomó años pronunciar "ombudsman"-.  Memín Pinguín se nos hacía lo más inocente del mundo. 

10 años antes del temblor de 1985, cuando yo tenía  10 años, esos chistes eran de alguna forma una especie de tiktok actuado: contar chistes podría requerir mucho talento, y las sesiones de contar chistes entre amigos, familiares grandes y chicos, y  en todo tipo de reuniones sacras o no sacras, excursiones escolares, vacaciones, romerías o campamentos, eran un gran pasatiempo. Duraban horas. Te reías y reías hasta que te dolía la panza. Pero dolía en serio. Todos contaban al menos uno. Y no podías dejar de reírte de cada chiste. A veces eran risitas corteses de agradecimiento, y a veces, cuando eramos más simplones,  las sesiones abortaban en medio de varios hiperventilados tirados en el suelo de risa agarrándose la panza del dolor. Todavía siento ese dolor en la boca del estómago: como una hilarante gastritis.  Y más si había uno o dos talentosos de esos que  podían contar un chiste todavía  mejor que el otro, pero si no había de esos, cada  uno de nosotros teníamos uno o dos chistes que nos salían medianamente bien, digamos con los que nos defendíamos en esos torneos informales, anárquicos y espontáneos que se hacían.   Tal cual comediantes profesionales los pulíamos con cada "actuación" y, sin necesitar un banco y un micrófono tras una pared de ladrillo, todos tuvimos el reflector alguna vez. Recuerdo que mi  hermana Tere contaba unos chistes buenísimos y muy elaborados, que seguramente aprendía en las reuniones de los grupos a los que iba. Y yo a mi vez los contaba con mis amigos. Así era esto.  

De forma parecida a los corridos revolucionarios, los chistes eran antes una  buena forma de narrar y comentar los  sucesos que conmocionaban a la sociedad, o de los  que no informaban o desinformaban los pocos medios. Los chistes políticos por ejemplo. En caso de tragedias eran, paradójicamente, un posible escape de  tensión anímica colectiva. 

Por eso, hace 46 años,  cuando unos días después de la  tragedia de la mañana del  20 de octubre de 1975 en que 31 personas murieron en un accidente en la estación Viaducto de la línea 2 del metro, y las autoridades capitalinas anunciaron que el seguro de viajero compensaría a los deudos con la suma de 10,000 pesos (de los de antes, pero antes) por cada uno de los fallecidos, y se  armó un revuelo: No era común en aquel entonces que se compensara con tales cantidades a víctimas de accidentes en el transporte: era mucho dinero. Tanto, que la tragedia coincidió macabramente con una campaña publicitaria la marca Knorr (ahora de la empresa Unilever) que afirmaba que sus cubos de sopa de pollo sí eran de pollo, y ofrecían 10,000 pesos como garantía de calidad. Más tardaron las autoridades en informar de los diez mil pesos, que la gente en decirle "Knorr Suiza" a nuestro sufrido gusano naranja, "por que diez mil pesos lo garantizan".

Eran otros tiempos.



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